El espíritu de exploración ha sido una constante en nuestra especie. Siempre ha formado parte fundamental de nuestra evolución, y siempre será así mientras la imaginación y la curiosidad continúe rigiendo nuestras vidas.
En la antigüedad, y hasta la Edad Media, el valor de los viajes de exploración provenía más de sus resultados en riquezas materiales o en la posibilidad de dominar nuevas tierras, que por sus aportaciones a la ciencia y el conocimiento.
Fue a partir de entonces cuando se dieron muchos viajes de exploración con fines científicos, de ampliación de conocimientos y de prestigio para los imperios del momento, aunque en pocas ocasiones eran ajenos a intereses relacionados con el poder, la voluntad de conquista o la capacidad militar. Ahí tenemos a Cristóbal Colón, Juan Sebastián Elcano, Vasco de Gamma, Americo Vespuccio, James Cook, etcétera.
En los siglos XIX y XX entraron en escena con fuerza dos factores nuevos para la exploración: el nacionalismo y el ego personal. Un nuevo concepto de exploración activó una serie de carreras para descubrir y plantar banderas en las zonas todavía vírgenes de nuestro planeta, ensalzar el orgullo nacional al alcanzar las cumbres más altas, conquistar los polos o cruzar desiertos, sin preocuparse en exceso por la utilidad de tales logros. Luego, el interés creciente de los medios de información y entretenimiento dio lugar a un recrudecimiento de la vanagloria, el sensacionalismo y la sed de notoriedad entre los propios exploradores. A esa época pertenecen Livingstone, Admunsen, Scott, Shackleton, Mallory, Hillary, Messner y un ejército de nombres que se movían por el mundo descubriendo y dibujando los mapas que todavía permanecían en blanco.
La exploración pura en cuanto a pisar nuevos territorios llegó a su zenit en 1969, cuando el Apolo 11 alunizó y el astronauta Neil Armstrong dejó la primera huella humana en la luna; la última frontera hollada por el hombre hasta nuestros días.
Desde entonces, el espíritu explorador de nuestra geografía ha continuado, mantenido por algunos proyectos científicos y otros más o menos deportivos, normalmente patrocinados por marcas comerciales, con un objetivo más de marketing que de verdadera exploración científica o geográfica.
Dejando aquí de lado el tema de la exploración espacial que, a mi modo de ver, pronto inaugurará una nueva era gloriosa de la exploración, la pregunta que nos tenemos que hacer es ¿Por qué exploramos hoy en día?
Parece que ya no haya territorios por descubrir, pero la exploración geográfica todavía no ha terminado, pues las necesidades físicas de la población humana, la curiosidad y las futuras crisis globales, van impulsando la necesidad de exploración de nuevos territorios, sea el fondo de los océanos, sean zonas todavía remotas, o sean regiones ya exploradas pero que están en cambio permanente y necesitan redescubrirse o reinterpretarse.
El hecho de explorar no siempre significa descubrir nuevos mundos, sino que también puede suponer descubrir nuevas miradas sobre nuestro propio mundo. Y seguramente esta sería la mayor y más necesaria razón de ser de la exploración moderna. Una actividad que no sólo pretenda conocer nuevas realidades, conseguir nuevas metas inéditas o superar retos más deportivos que de pura aventura, sino que asuma la responsabilidad de acercar la geografía y la naturaleza a todos los ciudadanos, educando y activando su consciencia para promover una actitud comprometida en el respeto y defensa de los entornos naturales.
En unos tiempos en que la actividad humana está destrozando de forma acelerada un patrimonio natural que se ha desarrollado durante miles y millones de años, los exploradores contemporáneos deberían constituirse en unos verdaderos embajadores del planeta. Motivados por distintas razones, ellos viven experiencias muy intensas en distintos lugares del mundo, y como testigos directos, su misión principal sería al final, poner en valor este activo imprescindible para la humanidad, denunciando y aflorando las graves amenazas que le acechan, y promoviendo acciones concretas para frenar y revertir la situación.
Nunca antes la especie humana había tenido tanta capacidad para destruir o preservar la naturaleza. Y depende de las decisiones y acciones que realicemos, nuestro impacto será tremendamente negativo o mágicamente positivo. Para avanzar en la buena dirección necesitamos a toda la sociedad, pero sin duda, los exploradores deben situarse en la vanguardia de este movimiento masivo de cambio para que consigamos estar orgullosos de nuestra relación con el planeta y de nuestra aportación a un mejor futuro.